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01/25/2025 / José Quintás Alonso

Denuncias falsas: haberlas, haylas

Autora: Ángeles Escrivá

Actualizado Lunes, 30 diciembre 2024 – 22:40.- El Mundo

«A lo largo de esta noche te voy a matar», le dijo su madre a Fabián. Él tenía entonces unos diez años y recuerda cuáles fueron sus reflexiones y el terror que le embargó durante las siguientes horas. «Recuerdo haber pensado que, como yo era pequeño, no podría resistir despierto toda la noche. Asumí que, en cuanto me durmiese, me mataría. «No voy a ser capaz de mantener el estado de vigilia, así que, nada, esta es mi última noche en este mundo», pensé. Recuerdo haberme ido a dormir con miedo verdadero», relata ahora a Crónica reviviendo aquella situación de soledad y de vulnerabilidad absolutas siendo apenas un niño.

Esa sería la primera vez de muchas en las que la señora Ferrando, como ahora la llama, amenazó de muerte a su hijo mayor porque consideró que éste se había comportado mal o porque la contrariaba. O, sencillamente, porque calculó que empezaba a perder el control sobre él. A medida que Fabián fue creciendo y que sus hermanos entraban junto a él en la adolescencia —Gabriel tenía, cuando aquella primera amenaza, ocho años y Mafalda solamente seis—, la situación fue empeorando. Se sucedieron los golpes en la espalda con el palo de la escoba, las bofetadas, las coacciones, los insultos a lo largo de ocho años más...

Las declaraciones judiciales de los jóvenes demuestran cómo formuló la madre su intención de matarlos y de suicidarse por última vez: «Vosotros sois los culpables de mi fracaso… voy a sedaros o a envenenaros la comida, os voy a meter en el maletero del coche y voy a introducir gas en el interior del vehículo, y vamos a morir los cuatro, que es la forma menos dolorosa de acabar con vuestras vidas… desviados, raros, anormales… psicópatas, hijos de puta, cabrones, subnormales, delincuentes… la cuerda es muy tensa y el día que se rompa ya no hay marcha atrás y hay muchos casos de madres que matan a sus hijos y luego se suicidan». Muchas grabaciones demuestran su extrema violencia.

En un momento dado, Fabián levanto el teléfono para preguntar a la fundación ANAR si podían estar sufriendo malos tratos. Quería informarse. Casi no había acabado de preguntar cuando la fundación llamó a su padre. La Policía acabaría presentándose en aquella casa del Paseo de Gandía.

UN SISTEMA A MEDIDA DE SU MADRE

Durante al menos una década, estos tres niños estuvieron atrapados en una cárcel a la vista de todos. Con una madre que trabajaba en los juzgados, divorciada de un padre fiscal al que había demonizado lo suficiente como para que sus hijos, a pesar de su comportamiento impecable, le temiesen todavía más que a ella. Y con unos centros educativos que no detectaron absolutamente nada. «No parecía que los profesores tuvieran interés alguno ni en mi vida ni en la de los otros alumnos», dice Fabián resignado. En realidad, durante bastante tiempo, ella estuvo protegida por el sistema. Apenas unos meses después de su separación, acusó falsamente por malos tratos a su exmarido y a él le condenaron en primera instancia permitiéndole a ella reforzar ante sus hijos el argumento de que su padre era una persona violenta. «Un monstruo», según les decía. Lo paradójico es que Vicente había ejercido como fiscal coordinador, superior de los fiscales de violencia de género, que aplicaban escrupulosamente una ley que, lastrada por planteamientos ideológicos e intereses políticos, luego se cebaría en él. Fue absuelto después, pero a esas alturas ya era tarde para muchas cosas. A los niños, ya jóvenes, sólo les salvó su decisión de grabar durante un año y medio los abusos de su madre y, aun con esas pruebas obtenidas bajo situaciones horribles, dudaron de si algún juez les haría caso tras denunciar.

Spoiler uno: ella no ha cumplido ni un día de prisión. Spoiler dos: pudo volver a trabajar en los juzgados hasta casi el momento de saberse la condena. Haber hecho una denuncia falsa no hizo mella en su posición laboral.

Vicente López y Assumpta se casaron a mediados de los noventa y decidieron divorciarse en 2006. Ella se quedó con la guardia y custodia de los hijos y él con un régimen de visitas durante los fines de semana. Todo iba ya bastante mal cuando el 26 de abril de 2007, a las cinco de la tarde, él ejerció su derecho de ver a su hija pequeña, de apenas 11 meses, en el rellano de la escalera. Era el lugar donde la mujer había dispuesto que el padre podía verla. La niña, que salió de la casa ya nerviosa, se puso a llorar de un modo inconsolable y él quiso aplacar su llanto sin conseguirlo.

Ya con 22 años, Fabián estudia en el conservatorio. Sus hermanos se forman en inteligencia artificial o ingeniería química

Al marcharse para encontrarse con sus dos hijos mayores que esperaban en el coche, escuchó dos gritos: «Socorro, socorro». Su experiencia jurídica identificó el peligro y le hizo dirigirse directamente a las oficinas policiales para poder contrastar «una posible denuncia de malos tratos». Según la primera sentencia, la de culpabilidad a la que ha tenido acceso Crónica, la mujer relató un forcejeo tras el que Vicente la empujó contra las escaleras de subida causándole lesiones que fueron acreditadas por la madre de ella, única testigo, y por un parte de hospital. La juez consideró que Assumpta reunía los requisitos para darle verosimilitud porque, escribió, tenía un «verbo fácil, claridad de ideas y era consciente de sus actos y expresiones».

CONTRADICCIONES EVIDENTES

La sentencia de absolución que llegó en el año 2009 es un rapapolvo impresionante a la magistrada que juzgó los hechos a la que la Audiencia Provincial, ante la abundancia de documentación exculpatoria, tuvo que recordarle que la credibilidad de una declaración acusatoria no puede basarse en «una capacidad mística» de los jueces para captar el carácter de las personas, sino que «ha de basarse en las pruebas».

La Audiencia puso en duda la declaración de la mujer y la de su madre porque incurrieron en contradicciones tan evidentes como que una decía que las lesiones se habían producido en el tramo de las escaleras de subida a la terraza y la otra en el que bajaba a la calle. Demostró que se había producido una tergiversación de los informes médicos dado que, cuando la doctora que los firmaba acudió a declarar, aseguró que «no se podía descartar que fueran heridas fruto de una autolesión» y que eran compatibles «exactamente con las que se causa una persona al rascarse».

La juez tampoco llamó a los expertos. Ni tuvo en cuenta las advertencias previas al suceso que Assumpta profirió a un juez conocido asegurándole que iba a «joder a Vicente». Ni los mensajes insultándolo, también previos, que llegaban a su lugar de trabajo en Denia. Mensajes en los que vilipendiaba también a los padres de su ex marido y hasta al letrado que le defendía en el proceso. Fue Vicente quien, tras la denuncia falsa, cuando tuvo que declarar como imputado, solicitó que se estableciese un punto de encuentro para las visitas a los niños con el fin de salvaguardarse de nuevas denuncias. Y fue Assumpta quien alegó que era un fastidio desplazarse y que prefería que las visitas a los menores siguiesen produciéndose en su casa.

La condena inicial fue un martirio social y profesional para el fiscal. Se libró de ser suspendido en funciones y de perder su trabajo porque argumentó una baja médica por trastorno ansioso depresivo. Pero también fue un martirio para sus hijos, que vieron reforzado el poder y el argumentario de su madre de un modo que hizo prácticamente inane la absolución final en la que acabó el caso para su padre.

«Mi madre quería tenernos absolutamente controlados. No quería que tuviésemos amigos porque eso descartaba influencias y asideros externos. Decía que nosotros éramos la élite intelectual y que el resto era una masa inculta, de modo que fomentaba el arte y la música y la cultura para que no cayésemos en entretenimientos más comunes, como el deporte, que podíamos compartir con otros chicos de nuestra edad. Era absolutamente intransigente. Había que pensar como ella y siempre tenía razón. No nos alimentaba bien. No comíamos verdura porque ella la odiaba, y, para ella, las proteínas eran unos nuggets. No nos hubiera dado fruta si no la hubiésemos pedido. Estábamos mucho más delgados que el resto y mucho menos fuertes. Con cuatro años nos pedía que fuésemos los espías de mi padre. Nos decía: «yo soy la reina y vosotros los peones»».

— ¿No visteis ningún resquicio para contarle a vuestro padre lo que estabais pasando?

— Desde pequeños nos llevaba repitiendo que mi padre era un maltratador y un monstruo y que pasaba de nosotros. De tanto escuchar eso de día y de noche, nosotros nos lo creíamos, lo prejuzgábamos y lo criticábamos de regreso a casa. Nos portábamos fatal con él porque nos lo inculcaba ella. Si nos reñía era la confirmación de que era «un hijo de puta» en sus palabras, si nos llevaba al cine, su interpretación era que así nos tenía distraídos. ¿Cómo iba yo a contarle nada a una persona así? En los últimos meses antes de marcharnos, sí empleábamos algunos eufemismos para contarle que nuestra vida a su lado era bastante complicada. Pero él debió de atribuirlo a las típicas discusiones adolescentes. Además, desde nuestra perspectiva, prejuzgándolo, cumplíamos con nuestro deber moral. Ella daba su vida por nosotros, como no se cansaba de repetir, nos cuidaba, sufría tanto y él la había tratado tan mal, según decía, que no podíamos traicionarla con su peor enemigo. Y, sobre todo, a pesar de nuestro desánimo y de nuestro agotamiento, teníamos terror a que se enterase de que habíamos contado algo porque su reacción iba a ser mucho peor.

SALIERON ADELANTE

Fabián, que ahora ya tiene 22 años, relata su historia y la de sus hermanos con un desapasionamiento inesperado. Con un tono objetivo, un lenguaje preciso y en perfecto orden cronológico. A pesar de tener que estar pendientes de la próxima bronca, del próximo enfado o agresión inesperados por parte de su madre, los tres niños han acabado siendo alumnos brillantes y aplicados.

«Sí, ha pasado ya algo de tiempo y tuvimos que racionalizarlo para explicarlo bien en el juicio». Fabián cuenta cómo, al ir creciendo, y al ir cuestionando cada vez más el comportamiento de su madre, ésta no sólo aumentó su violencia sino su actitud victimista y su capacidad para manipular. «El proceso que realizó con nosotros contra nuestro padre, lo puso en práctica con mis hermanos contra mí. Les inculcaba tanto odio que ellos ya no me veían ni como miembro de la familia y me trataban mal. Al morir mi abuela, mi abuelo vino a vivir con nosotros y ella decía que me tenía miedo porque yo era una persona conflictiva y creo que, de tanto repetirlo, mi abuelo pudo acabar creyéndolo y acabar teniéndome un miedo real. Él también estaba intimidado por ella y, si vio algo, tampoco creo que pudiera hacer nada por nosotros».

Era una madre que les leía los whatsapps cada cierto tiempo para controlar las conversaciones con sus amigos. O que prohibió a Gabriel que reconociera su tendencia sexual en público, porque, aunque a ella le parecía bien, según aseguró, «hay mucha gente mala por ahí que te rechazará». Cuando Gabriel decidió mostrarse con naturalidad y vio que todos sus amigos le respaldaban, y mostró su alegría por ello, «ella se enteró y montó una bronca monumental porque le había desobedecido». «Una de las broncas más graves se produjo cuando me pidió que encontrase la versión de Los Miserables subtitulada en español y, después de dedicarle una tarde entera, no lo logré», recuerda.

LA DECISIÓN DE GRABAR

La impotencia de Fabián subía enteros cuando, harto del maltrato físico y psicológico, él le advertía de que la iba a denunciar. Y ella, impávida, le animaba a hacerlo. «»Llama, llama», me decía, dando a entender la despreocupación de quien lo tiene todo controlado. Y yo pensaba, «con lo bien que se expresa, con lo bien hilados que tiene todos sus argumentos y lo bien que maneja todos sus recursos expresivos, en caso de tener que enfrentarme a ella, no me van a creer»». Y tenía razones para temer eso, dado que, sin ir más lejos, su padre había sido condenado en primera instancia, entre otros prejuicios, por esa habilidad explicativa de su madre.

Fabián no pudo soportar que intensificara los ataques contra sus hermanos en un momento determinado y los tres, hartos de convivir con la amenaza permanente, se pusieron de acuerdo para grabarla con el fin de poder aportar, en su caso, pruebas ante un juez. Entonces tenían ya 17 años, 16 y 14 años. «No es lo mismo leer las transcripciones, a pesar de que viene plasmado todo el catálogo de insultos, que escuchar en los audios su tono violento. A veces pienso en todo lo que he vivido y escucharla es realmente duro».

En los documentos judiciales se describe también cómo la madre se pasaba el tiempo en un sofá mientras los niños la servían y hacían las tareas de casa. La llamada a ANAR en 2020 iba a ser meramente consultiva al principio. Los jóvenes habían visto en Internet el listado de conductas que se ajustaban al maltrato, pero no estaban seguros de cómo iba a acabar el proceso.

Apenas los escucharon, en la asociación llamaron a su padre, que les llevó a la comisaría el día en el que a los menores les tocaba estar con él. Vicente obtuvo la custodia de inmediato y el juzgado instructor estableció la prohibición a la madre, como medida cautelar, de acercarse o comunicarse con los menores.

«Tenemos secuelas de las que no nos recuperaremos», dice Fabián. Pero no se han rendido. Los tres siguen brillantemente adelante. Fabián estudiando en el Conservatorio, sacando Derecho por la UNED y ganando premios de poesía. Gabriel, en un máster de Inteligencia artificial. Y Mafalda, en la carrera de ingeniería química.

LA CONDENA DE LA ‘SEÑORA FERRANDO’

Hace un año, después de una crisis personal, Fabián llamó a su madre por si quería arrepentirse y reconciliarse. Ella le lloró durante la conversación y pareció ablandarse, pero su hijo se dio cuenta que sólo quería librarse de una eventual condena y que no desistía, con su peculiar habilidad expresiva, de intentar manipularle. Hace un par de meses, la señora Ferrando fue condenada finalmente, con su conformidad, por un delito de maltrato habitual en el ámbito familiar, otro de lesiones en el ámbito familiar y tres delitos continuados de amenazas, a la pena global de siete años de prisión.

Los tres menores aceptaron la conformidad porque habían conseguido que su madre reconociese el mal causado y se comprometiese al pago de una indemnización por los daños psicológicos sufridos. «Quizás fuimos un poco benevolentes», explica Vicente López. «En el pecado lleva la penitencia», añade. Pero, aun una vez juzgada, es imposible que no resuenen aquellos gritos de una madre a sus hijos tras salir indemne de una denuncia falsa: «Nada más nacer te vi la cara de psicópata. Eres como un parásito que me chupa las fuerzas y la vida para beneficiarse de ella. Con la genética que corre por tus venas, no me extraña. Eres escoria. Ahora vais a saber lo que es comer pan de dolor, vais a cagar sangre… Os voy a meter en el maletero del coche…».