La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos-5
En el libro publicado por OpenMind (BBVA) “La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos”, escribe José Luis Pardo (El malestar en la política). De dicho artículo copio y pego algunos párrafos que están en cursiva.
Mi opinión:
- Pienso que es un artículo muy interesante que los actuales líderes y afiliados del PSOE debería de leer, meditar y debatir de forma inmediata. Deben de ser conscientes de su progresivo abandono del “pacto del Estado del Bienestar” que se construyó en base al acuerdo de las fuerzas del CentroDerecha y del CentroIzquierda.
- Opino que a los demás mortales no nos vienen nada mal estas reflexiones que hace el autor. De hecho y personalmente, entre otras cosas, me ha aclarado porque aquellas personas que simplemente hemos apoyado el estado del bienestar (desde el centro derecha o el centro izquierda) estamos, quizás sorprendidos y desconsolados; se trata de que no tenemos identidad en una sociedad en la que esta parece más importante que nunca, para afirmarse como grupo que moviliza votos y obtiene ventajas: a la desigualdad mediante el discurso de la Igualdad y Bondad.
- Por otra parte, las identidades, llevadas al extremo son contrarias al pacto del Estado del Bienestar, son su antítesis, son la vuelta al pasado.
Pero por encima de mi opinión…la conveniencia de leer el artículo enterito.
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En mi caso, la investigación que he venido desarrollando durante las tres últimas décadas, tal y como ahora mismo la entiendo, se articula en torno a un problema que puede expresarse aproximadamente con el término «malestar». Pero este término es, naturalmente, demasiado ambiguo e inespecífico como para que a través de él pueda vislumbrarse con claridad un concepto.
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Pero estas organizaciones no habrían alcanzado el éxito que han tenido si no hubiera calado entre parte de la población la idea de que los partidos políticos existentes (en algunos casos con tradición centenaria) eran incapaces de servir de cauce a ese malestar. Y esta es una idea que dista de ser espontánea, porque se trata justamente de los partidos de centroizquierda y de centroderecha que construyeron el Estado de bienestar.
Si estos «partidos del bienestar» aparecieron de pronto, a los ojos de muchos votantes, como residuos de una «vieja política» que había que superar, y si contra ellos pronunciaron esos votantes la consigna «no nos representan», no fue porque hubieran incumplido las reglas de la democracia representativa (pues, a estos efectos, claro está que eran sus representantes legítimos, como lo habían sido mayoritariamente durante años), sino porque las organizaciones presuntamente «instrumentales» y «neutrales» —los «partidos del malestar»— sí que abrigaban una ideología muy bien perfilada, al menos en su dimensión negativa, a saber, la de que los partidos de centroizquierda y de centroderecha que se habían sucedido en el gobierno desde la Segunda Guerra Mundial (o, en España, desde la restauración democrática de 1978) eran precisamente los culpables del malestar.
Sin embargo, este ideologema no se proponía a los súbditos de una dictadura o a las víctimas de un gobierno tiránico, sino a los ciudadanos de las democracias más consolidadas del mundo, de manera que, si aceptaban ese relato, al haber sido esos ciudadanos quienes habían sostenido en el poder a aquellos «culpables» otorgándoles su voto, tendrían que aceptar también alguna responsabilidad por su propio malestar, lo cual habría resultado, como a veces se dice, altamente impopular y difícilmente habría alcanzado un eco relevante. ¿Cómo es posible, entonces, que un sector de la población (supongamos para facilitar las cosas que es ese sector que ha visto de pronto empeorar sus condiciones laborales o económicas y sus expectativas de futuro) culpe de ese empeoramiento a los partidos políticos a los que había venido apoyando durante décadas, sin aceptar la menor responsabilidad por ese apoyo ni, por tanto, por ese empeoramiento de la situación?
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Y como lo que hemos venido considerando «política» en ese contexto es justamente el Estado social de derecho, el malestar que así emerge (aunque se revista de la retórica de la defensa del derecho y de los servicios públicos universales) es en realidad malestar en y con el Estado de bienestar (que ahora se interpreta como un engaño o una ilusión óptica).
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Sería un error, en cualquier caso, creer que este malestar es un fenómeno radicalmente nuevo y asociado exclusivamente a la reciente crisis económica; sus raíces son mucho más profundas y su historia, mucho más larga.
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Aunque a menudo lo olvidamos, el Estado de derecho, que es el que confiere aún en nuestro entorno su significado moderno al término «política», nació en el siglo xvii como resultado de un desastre: las interminables guerras de religión que asolaron Europa durante más de cien años. Para poner fin a ese temible «malestar», se instauró una forma de legitimidad política insólita —la que conocemos bajo el nombre de «contrato social»—, pensada para pacificar esos conflictos identitarios e inaugurar un nuevo marco de convivencia que afianzaron las sucesivas revoluciones ilustradas.
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Hobbes sabía que, en las sociedades reales, los hombres parten de una determinada identidad (como mínimo, la de la comunidad de linaje a la que pertenecen), pero sometía a esas comunidades a la jurisdicción de una sociedad que hace a sus miembros lo suficientemente libres como para juzgar, llegado el caso, independientemente de cuál sea su identidad y, por tanto, de cuáles sean sus prejuicios. Esto es lo mismo que hoy pedimos a un ciudadano que forma parte de un jurado popular, a un diputado que forma parte de un parlamento, a un juez que preside un tribunal o a un gobernante elegido en las urnas: que sean capaces de anteponer el interés público a los intereses privados de su comunidad y de su identidad.
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Durante el siglo xix, las sociedades liberales experimentaron muy diversas clases de «malestar» y recibieron críticas muy articuladas y merecidas por parte —o en nombre— de aquellos que estaban privados de los derechos y libertades civiles que configuran la condición de ciudadano.
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La denuncia de esta flagrante desigualdad tardó tiempo en abrirse camino, pues aunque en cierto modo resulta «obvio» que el ejercicio de los derechos civiles es imposible en la práctica para quienes carecen de todo bienestar material o del estatuto jurídico de individuos, esta circunstancia pasa desapercibida para aquellos que ya de entrada disfrutan de ambas cosas y que, por tanto, tienden a concebir los derechos civiles (e igualmente la carencia de los mismos) como algo relativamente «natural», achacando a la «naturaleza» de los trabajadores, de las mujeres o de las poblaciones colonizadas su carencia de recursos materiales o de libertades públicas.
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Pero el movimiento obrero del siglo xix no podría interpretarse como un movimiento político si hubiera tenido como único horizonte el bienestar material; tuvo relevancia política porque la aspiración a los derechos sociales era un medio para alcanzar un fin superior, la adquisición plena de derechos civiles y libertades públicas.
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Comoquiera que se defina, está claro que lo que llamamos «Estado de bienestar» es, a su vez, el resultado de este doble déficit del Estado de derecho, que fue incapaz de gestionar las tensiones identitarias exaltadas en forma de nacionalismos y las tensiones sociales evidenciadas por el movimiento obrero, y tuvo que asistir a la gigantesca catástrofe de las dos guerras mundiales y todas sus secuelas. Por ello, tras la Primera Guerra Mundial, muchos políticos, intelectuales, juristas, filósofos y simples ciudadanos experimentaron un malestar específicamente político ante el Estado de derecho; estaban convencidos de que esa institución había sido desbordada por las circunstancias y tenía que ser sustituida por nuevas formas estatales, en las que muchos depositaron sus esperanzas. Pero después de la Segunda Guerra Mundial quedó dramáticamente claro que esas «nuevas formas de Estado» no eran sino los estados totalitarios fascistas (que fueron derrotados en esa guerra) y comunistas (que sobrevivieron a ella).
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En este sentido, el fascismo y el comunismo ya formaban parte solidariamente, a pesar de su antagonismo, de ese «nuevo mundo posburgués» en el que tantos creyeron, mucho antes de que se pusiera en circulación el término «totalitarismo». En 1945, el «estado de malestar» estaba planteado como «guerra fría» entre unos estados totalitarios (nucleados en torno a la URSS) que rechazaban la democracia parlamentaria y el Estado de derecho pero que se presentaban como «estados socialistas», y unas democracias liberales que habían mantenido vivas esas instituciones pero que eran en ese momento trágicamente conscientes de sus déficits sociales y políticos. Y fueron estas últimas las que, para responder al desafío, firmaron un nuevo contrato civil (simbolizado por el consenso entre los partidos de centroizquierda y de centroderecha) en torno al proyecto político de un Estado que había de ser a la vez social (como lo eran, a su modo, los estados fascistas y comunistas) y de derecho (como lo había sido siempre la democracia parlamentaria moderna). Esta combinación de bienestar jurídico(derechos civiles) y bienestar material (derechos sociales) es lo que llamamos «Estado de bienestar», y nunca antes se había propuesto de forma tan explícita, aunque implícitamente estaba inscrito en la idea misma de contrato social.
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El bienestar material (y los derechos sociales que lo garantizan) es la condición para otro tipo de bienestar superior, el bienestar jurídico, que comporta el ejercicio de los derechos civiles que convierten a los hombres en ciudadanos políticamente libres y «mayores de edad», responsables de su vida pública y dueños de su vida privada. El bienestar material es necesario, porque(hasta donde esto es posible) «libera» al hombre de la servidumbre con respecto a la naturaleza y a las circunstancias exteriores, pero solo el bienestar jurídico es suficiente, porque solo él garantiza que esa libertad material se convierta en libertad política, es decir, en libertad para elegir la ley pública que permitirá vivir enpaz con el resto de los hombres, no importa cuál sea su origen o condición, y llevara delante el proyecto individual de sentido que cada cual elija.
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Las poblaciones de los países en los que se puso en marcha este proyecto en1945 apoyaron mayoritariamente con sus votos a los partidos «moderados» quelo sustentaban (y que, de hecho, supusieron una nueva definición de los términos «izquierda» y «derecha» en política). Solo quedaron fuera de ese consenso —es decir, solo sentían «malestar en el Estado de bienestar»— quienes habían apostado por soluciones políticas totalitarias (comunistas o fascistas), que eran electoralmente minoritarios y que se vieron rechazados a los extremos del espectro político y, casi siempre, fuera de los parlamentos. Pero el hecho de que este «malestar en y con el Estado de bienestar» fuera parlamentariamente invisible o minoritario no quiere decir que, desde un punto de vista social general, careciese de toda importancia. Por el contrario, la «extrema izquierda» (que es el nombre que entonces adoptaron quienes mantenían la vigencia del proyecto comunista como «superación» del Estado de derecho y, por extensión, del Estado de bienestar) ocupó con sumo éxito el frente intelectual (no en vano Kolakowski, el gran historiador del marxismo, afirmaba que las ideas son el aparato respiratorio del comunismo), dando lugar a la llamada «nueva izquierda», una denominación meramente retórica, pues en realidad se trataba en principio de aquella «vieja izquierda» comunista que había sido políticamente arrinconada por los triunfos del Estado de bienestar. Al hablar de «éxito intelectual» no me refiero únicamente al hecho, ciertamente notable, de la hegemonía del comunismo como ideología de los intelectuales de la Europa del bienestar entre 1945 y 1980 (y el consiguiente desprestigio de los escritores que, como Berlin, Aron, Arendt, Koestlery tantos otros, fueron expulsados del terreno de las ideas legítimas bajo la acusación de «reaccionarios»), sino también y sobre todo a la construcción de la llamada «izquierda cultural» que, desde posiciones de poder en las universidades, en el campo editorial y en los escenarios artísticos, elaboró una genuina «cultura del malestar» en el Estado de bienestar, mayoritaria en esa esfera, que compensaba su irrelevancia parlamentaria y que —muy especialmente en Francia— dio lugar a una serie de figuras estelares que mantuvieron vivo el mito de la «superioridad moral» de la izquierda (de la izquierda auténtica, que no era la que ocupaba en los parlamentos los escaños socialdemócratas) apoyado en su «superioridad intelectual» (las «ideas» seguían siendo, pues, el «aparato respiratorio» del izquierdismo). Desde esa superioridad moral e intelectual que despreciaba a la democracia parlamentaria como una ilusión óptica (retomando así el discurso tradicional de los partidos comunistas revolucionarios), esta izquierda cultural adoptó unos referentes políticos que ya no eran los herederos históricos de la Revolución rusa (pues estos habían perdido, a sus ojos, su autenticidad revolucionaria al pactar lo que alguien llamó una pax oligofrénica con el capitalismo), sino los líderes de las revoluciones comunistas del Tercer Mundo que cuestionaban el «orden internacional» de la Guerra Fría. Sin esta implantación en el frente cultural de la izquierda auténtica (que no era la políticamente real) sería, en efecto, inexplicable la primera gran explosión del «malestar en el Estado de bienestar» que supuso el Mayo del 68 francés, precedido por la publicación de La sociedad del espectáculo, de Guy Debord (pues eso era para Debord el Estado de bienestar, un espectáculo para distraer al pueblo de su destino revolucionario). Muchos consideraron entonces que esta explosión era «incomprensible» e «inmotivada»; ¿qué sentido tenía que unos jóvenes estudiantes que gozaban de unos estándares de libertad y de unas condiciones materiales de existencia nunca antes alcanzadas denostasen las sociedades democráticas europeas y norteamericanas de la década de 1960 e idealizasen románticamente las de otros lugares del planeta como Cuba o Vietnam, en donde, a decir verdad, había poco bienestar? Desdeñaban lo que Foucault o Deleuze llamaban «macropolítica» (o sea, la que se hacía en los parlamentos, en los gobiernos y en los tribunales) y promovían una «micropolítica del deseo» o una «microfísica del poder» que, en palabras de Pierre-Félix Guattari, anunciaba una revolución molecular que ya no tendría como referencia el marco estatal porque se situaba más allá (en un escenario de movimientos internacionales) o más acáde él (en lo que hasta entonces se había llamado «sociedad civil»). Para todos ellos, el Estado de bienestar, con sus potentes y tupidas redes de asistencia social, podía interpretarse como un dispositivo de control micro político (más concretamente, biopolítico) de las poblaciones. Y el desprestigio que ello supuso para el concepto de «clase» (que había sido una referencia fundamental para articular el discurso político de la izquierda) hizo emerger con fuerza su relevo, el concepto de «identidad», que no solo valía para los países del «Tercer Mundo» en donde era imposible hablar de un «proletariado» o de una «clase obrera», sino también para designar a los nuevos agentes políticos acreditados por esa revuelta (el feminismo de la diferencia, el movimiento LGTB, las minorías étnicas, los «psiquiatrizados», etc.), cuyas reivindicaciones, precisamente porque no reclamaban un Estado independiente (ni siquiera un partido o un sindicato), encajaban mal en el tejido institucional del Estado de bienestar y definían un nuevo territorio de «luchas culturales
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Porque son políticas de malestar todas aquellas que, aunque —como sucedía con los «objetivos» del Mayo francés— propongan unas metas positivas quiméricas y extremistas (el cierre total de las fronteras nacionales o su total eliminación, por ejemplo), tienden a dividir de nuevo a la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil.
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El sociólogo Richard Sennett, al final de su libro Respect in a World of Inequality, nos presenta una imagen que podría valer como símbolo de «la última cena» del Estado de bienestar o, quizá mejor, de la primera del «estado del malestar». Imaginemos un grupo de amigos, de colegas o de vecinos que acostumbran a reunirse a cenar una vez al año en un restaurante. Con el tiempo, se ha establecido entre ellos un hábito: al terminar la cena, dividen el montante de la cuenta en partes iguales entre el número de asistentes y cada uno aporta la misma cifra hasta sumar el total. Pero una noche uno de los comensales impugna esa costumbre y anuncia a los demás que solo va a pagar el precio de lo que ha consumido. Esta decisión inesperada obliga a los otros a proceder de la misma manera y, como resultado de ello, ocurre que uno de los presentes no tiene dinero suficiente para pagar su parte. En ese momento, lo que hasta entonces y durante años había sido un grupo de amigos, se divide en dos bandos: los que pueden pagar y el que no puede hacerlo, que aparece de pronto ante los ojos de los demás como un «gorrón» que se ha estado aprovechando de ellos (es importante notar que el libro es de 2003, es decir, unos cuantos años antes de que se hiciera notar la crisis financiera que luego se convertiría en mundial a partir de 2008, porque nos advierte de que la «decadencia» del Estado de bienestar es muy anterior a la crisis económica, aunque esta acabase dándole algunos de sus tintes más siniestros).
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El malestar en la política de nuestros días consiste justamente en plantearla como una alternativa entre esos supuestos extremos, como si fuesen los términos de una nueva confrontación política. Que tengamos que aceptar el populismo (cuyos vicios conocemos de sobra por la historia política reciente) para no caer en el neoliberalismo, o que tengamos que conformarnos con el neoliberalismo para evitar la deriva populista, ese es el planteamiento «populista» al que no hay que resignarse, el planteamiento que repite (solo en el ámbito discursivo) la vieja justificación del comunismo como «última barrera» frente al fascismo, o del fascismo como único freno del comunismo, dejando de lado la apuesta por el Estado social de derecho que consiguió en su momento neutralizar esos dos peligros. El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario); ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política, de ruptura del contrato social que ha sido su fundamento desde la emergencia de la sociedad moderna. Algo parecido a lo que he descrito con ocasión de la fundación del Estado de bienestar ocurrió, mutatis mutandis, en la España de 1978: quienes habían sido enemigos irreconciliables durante la Guerra Civil y los cuarenta años de dictadura firmaron un acuerdo de paz civil y social, y quienes rechazaron ese contrato (en especial la extrema izquierda, incluida la abertzale y la patriòtica) se volvieron electoralmente irrelevantes y, salvo la minoría que persistió en la «lucha armada», se refugiaron en las aulas universitarias, los escenarios, los periódicos y las galerías de arte. Y allí forjaron ese discurso cultural-revolucionario según el cual el Estado social de derecho nacido de la Constitución del 78 era un sueño (un «espectáculo», según Debord) que ocultaba, en realidad, una continuación del franquismo. Quienes tuvimos la desgracia de conocer la España franquista sabemos que esa identificación entre franquismo y democracia parlamentaria es una falsificación histórica, pero convertida en ideología produce grandes rendimientos emocionales a quienes la practican, refuerza su identidad moral y estética e incluso les reporta beneficios económicos. Sin esa licencia poética que consiste en creer que España estuvo dormida primero por la pesadilla franquista y luego por la modorra capitalista, sería imposible considerar el «15M» como un «despertar». Pero, como sucedió en Mayo del 68, inesperadamente esta «poesía política» dejó de ser minoritaria y se volvió (incluso electoralmente) verosímil, se confundió con la historia y, para una parte notable de la población, la Transición se redujo a un amasijo de corrupción y contubernio. Es cierto que en este caso la lógica es mucho más transparente que en Mayo del 68; bastaron las apreturas del ajuste presupuestario con el que se combatió la crisis de la deuda pública para que se produjesen en 2011, con muy pocos meses de diferencia, el despertar del pueblo oprimido y el de la nación ultrajada, mantenidos —según este relato— en estado comatoso durante setenta años mediante la anestesia del maldito «bienestar». El resultado de todo ello ha sido un desplazamiento ficticio del espectro ideológico merced al cual, en el imaginario de este «despertar» revolucionario, quienes por aquel entonces se situaban en el centroizquierda o en el centroderecha (pero en contra del nacionalismo y del comunismo de salón), sin cambiar de ideas, han quedado arrinconados en una posición «reaccionaria» incluso más extrema que la de Trump o Le Pen, porque estos dos últimos al menos son «antisistema», lo que les confiere un plus de autenticidad; y las ideologías extremas, sin embargo, han ocupado el centro del espectro político. Yo diría que esto, más que un «despertar», es una ilusión óptico-política. Pero comprendo que, cuando millones de votantes actúan como si creyeran en esa alucinación y se suman a sus políticas de malestar y confrontación, empeñarse en distinguir entre poesía e historia puede ser una batalla perdida. Claro que en ese tipo de batallas consiste, muy a menudo, el trabajo intelectual. Porque las políticas del malestar no triunfan porque los votantes «crean» en la viabilidad de sus metas «positivas» (fantasmales y mal definidas), sino porque «quieren» los medios «negativos» o agresivos que proponen sus propagandistas, porque desean ver castigados a sus enemigos, esos enemigos (la «casta», la «inmigración», los «enemigos del pueblo»…) construidos ad hoc a los que consideran culpables de todas sus desgracias.
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En definitiva, las pérdidas coyunturales no bastan para entender por qué ese mismo sector de la población que hasta ayer parecía identificarse con la democracia social de derecho es hoy capaz de apoyar en las urnas a líderes políticos que defienden sin demasiados escrúpulos el racismo, la xenofobia, el nacionalismo excluyente (si es que hay algún otro), el sexismo, el abandono de la Unión Europea, de los tratados de libre comercio o de los acuerdos sobre política medioambiental. A menudo ridiculizamos a estos «nuevos líderes» diciendo que son «payasos», «patanes» o «cómicos de segunda fila», porque muchos de nosotros no podemos aceptar que digan en serio las cosas que dicen. Pero, si son tan ridículos e impresentables, ¿cómo es posible que la misma población que hasta no hace mucho parecía «sensata» y «centrada» en su conducta electoral se deje ahora «engañar» por unas mentiras que consideramos tan burdas? El malestar social provocado por la degradación de las estructuras de bienestar social no se habría convertido en malestar político en el sentido recién enunciado si no hubiese enganchado, primero, con un «malestar con el Estado de bienestar» que es muy anterior a la crisis económica, que se expresó ya en momentos de pleno «bienestar» y que por tanto no está solamente relacionado con las carencias materiales, y, segundo, con una crítica al Estado de derecho y a los fundamentos del contrato social sobre el que se sostiene la democracia liberal que tiene raíces históricas y filosóficas aún más profundas. A veces se ha sostenido, abusando del conocido dictum de Marx, que mientras que aquel malestar —para entendernos, el que se manifestó ya en el siglo xix y después en la época de las guerras mundiales— tuvo una expresión trágica, en nuestro tiempo reviste la forma de la comedia. Yo desconfío de toda «filosofía de la historia» y, por tanto, también de esta presunta ley del acontecer político que dice que todos los grandes sucesos se presentan primero como tragedia y luego como farsa, entre otras cosas porque es fácil reírse de Hitler o de Stalin y reducir sus tragedias a la categoría de comedias cuando no tenemos que padecer sus consecuencias, y porque la farsa puede fácilmente convertirse en tragedia cuando los farsantes alcanzan el poder
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